Voces de Epecuén
El pueblo fantasma que resurge de las aguas.
Texto y fotografías de Mercedes Noriega.
Fotoreportaje publicado en Diario Perfil (Arg – Noviembre 2015)
Por años sumergida, Villa Epecuén emerge como una nueva Atlantis mítica del siglo xxi. Hileras de árboles secos, muertos de pie, custodian la entrada a esta villa hoy fantasmal. En medio de debates sobre el cambio climático, se cumple hoy el trigésimo aniversario del día en que la naturaleza se impuso por sobre el ser humano en este pueblo ubicado a 520 kilómetros de la Capital Federal.
Sin embargo, los años no han pasado en vano: la fuerza invasora parece haberse cansado y las aguas han empezado a retroceder. Con esta retirada y muy de a poco, ha comenzado a reaparecer lo que queda de un pueblo muy golpeado por la batalla. Un paisaje de ruinas fascinantes y al mismo tiempo deprimentes que atrapan los sentidos; misteriosos hoteles llenos de escaleras sin destino que invitan a contemplar este desierto de escombros en donde la realidad se cruza con un cuadro de Dalí.
Unos pocos turistas intrépidos caminan por sus calles vacías y se sorprenden al encontrar algún azulejo en buen estado o un detalle que da muestra de la vida que una vez tuvo este lugar. Los marcos de las puertas de madera aún en pie e imponentes nos recuerdan que ese espacio fue, en otro tiempo, un hogar. Esqueletos oxidados de autos, bañeras y camas se ven abandonados en los caminos. El paisaje es único y desolador, no hay señales de que el tiempo haya transcurrido.
La fama de Villa Epecuén no comenzó con la inundación; la historia de este pueblo empezó mucho antes, cuando a fines del siglo xix se descubrieron las propiedades curativas milagrosas de las aguas de la laguna Epecuén. Estas propiedades fueron las que la llevaron a convertirse en un célebre centro turístico durante el siglo xx, visitado por personas que buscaban en su alta carga mineral la cura para enfermedades como la psoriasis, la dermatitis, la artrosis, la artritis, alergias, afecciones reumáticas, lumbalgias, y para la depresión, el insomnio y el estrés.
La gente llegaba en diligencias y acampaba a sus orillas con la esperanza de curarse.
Tal es así que en la década del 20 se comenzó a construir el pueblo llamado Mar de Epecuén a orillas del agua cristalina, con el fin de brindar servicios a los turistas que llegaban para flotar en las aguas saladas de la laguna. Esta continua expansión trajo consigo tres ferrocarriles, hoteles de alta categoría y enormes residencias privadas. Se instalaron empresas extractoras de sal y fábricas de jabones y barros curativos. Para 1930 el pueblo ya contaba con un colegio y una iglesia.
Villa Epecuén llegó a disponer de 5.000 plazas estables para dormir, repartidas en 280 establecimientos, entre hospedajes, pensiones y departamentos. Se dice que pudo recibir a 25.000 turistas por temporada estival en sus años de esplendor, entre 1960 y 1970. Su población estable en aquel momento era de 1.500 habitantes, que vivían casi todo el año de lo recaudado durante el verano.
Clotilde Jourdain es posiblemente una de las turistas más fieles que la villa haya tenido. Hoy, con sus 81 años, continúa veraneando todos los eneros en Carhué, el pueblo más cercano a las ruinas de Villa Epecuén. “Comencé a visitar Villa Epecuén en 1973. Empezamos a ir porque uno de mis hijos tenía sinusitis y fuimos a muchos médicos y no se la podían curar, hasta que un cliente nos recomendó ir al lago Epecuén. Estuvo 15 días y el agua lo curó. Nunca más tuvo sinusitis. Y ahí empezamos a venir todos los años. Teníamos un motor home y parábamos en el camping por 21 días. Yo siempre andaba con un pañuelo en la cabeza porque los chicos jugaban en el agua y se limpiaban la sal que entraba a sus ojos con mi pañuelo. Mi marido también sufrió un momento de depresión y lo salvamos acá. También he visto gente entrar con muletas y a la semana salir caminando”.
Las condiciones naturales que hicieron de Epecuén un exitoso destino turístico contribuyeron en parte a su trágica historia. La ubicación de laguna como sexta y última de las lagunas encadenadas del Oeste implica también que sea el receptáculo final de toda el agua de lluvias, arroyos, arrastres hídricos y napas; y al ser parte de una cuenca sin salida al mar, sus niveles de agua solo disminuyen por evaporación o por absorción del suelo. Para Gastón Partarrieu, historiador y director del museo regional Adolfo Alsina en Carhué, “la historia de Epecuén es toda una cuestión de ciclos favorables y desfavorables de lluvias. En los años 30, a los diez años de haber creado el primer balneario al lado de la laguna, la gente ya reclamaba agua porque la laguna se estaba evaporando, y sin lluvias, el agua se alejaba. En ese momento se limpiaron y canalizaron arroyos para mantener el caudal de la laguna”.
En los años 70, el pueblo comenzó a vivir una segunda etapa de esplendor turístico con la creación de un complejo con una gran pileta de agua dulce, vestuarios, duchas y confiterías que atrajo a gente de todo el país. Aun así, los problemas de sequía persistían y se debió construir un terraplén para mantener las aguas curativas más cerca del turista. Las autoridades provinciales también se hicieron eco de los reclamos de falta de agua, y construyeron el canal aliviador Florentino Ameghino, cuya misión era retener volúmenes excedentes de agua en los períodos de lluvia y traer esa agua durante las sequías, para proporcionar así un caudal estable a la laguna. Debido al golpe de Estado en 1976, las obras complementarias de regulación no se pudieron continuar, lo cual perjudicó su correcto funcionamiento.
En los años 80 comenzó un período de lluvias jamás visto desde la década del 20. El caudal de agua crecía entre 50 y 60 centímetros por año. Estas lluvias afectaron toda la región: provocaron miles de evacuaciones y un gran deterioro en la economía regional. Dada su ubicación en el lado más bajo de la cuenca endorreica, el agua de la laguna de Epecuén amenazaba con rebasar el terraplén construido para proteger a su pueblo. El terraplén llegó a tener entre 3 y 4 metros de alto en 1984, y estaba a la altura de los techos de las casas, pero no fue suficiente para evitar la embestida del agua.
La sudestada de principios de noviembre de 1985 elevó medio metro el nivel del agua, y en la madrugada del 10 de noviembre pasó por arriba del terraplén y comenzó a entrar al pueblo. Partarrieu explica que “la inundación tuvo dos etapas. La primera duró una semana y el agua subió 2 metros por sobre el nivel de pueblo. Más de la mitad del pueblo de Epecuén tenía agua salada dentro de sus casas. Las lluvias no cesaban y entonces ya se consideraba un pueblo perdido. Allí comenzó la segunda etapa, al abrir las compuertas de la Laguna del Venado y permitir que el agua acumulada en la localidad de Guaminí baje rápidamente hasta Epecuén y termine por inundar la ciudad. Ahora el agua llegaba a los segundos pisos de los hogares”.
Viviana Castro, una de las referentes actuales de Epecuén, tenía veinte años en ese entonces; recuerda que los vecinos empezaron a hacer llamadas a todos porque se estaba cortando el terraplén atrás de la pileta de natación y los bomberos ya no podían parar el agua que empezaba a filtrarse. A las 10 de la mañana ya tenían 50 centímetros de agua los primeros hoteles de la costa: en ese momento comenzó la desesperación por sacar todo. “Muchos pensaron que el agua iba a bajar e iban a volver a sus casas, pero acá lo que el agua toca, lo destruye todo porque tiene más de 300 gramos de sal por cada litro de agua”. Su padre, Horacio Miguel Castro, constructor durante el invierno y mozo durante el verano, sabía que su casa estaba 1,60 metros por arriba de nivel de la laguna; pero cuando se rompió el terraplén se dio cuenta de que iba a quedar bajo agua. “Miedo no sentí porque el agua no me iba a agarrar adentro de mi casa. Pero apenas empezó a entrar, mi señora y mis hijos se fueron a Buenos Aires y yo me quedé solo ayudando a la gente. Un día me golpearon la puerta los muchachos de la municipalidad y me dijeron que se movía todo el piso y que al día siguiente ya no iba a poder entrar a mi casa. Entonces después me quedé navegando para poder seguir ayudando”.
Lito Sottovia era segundo jefe de bomberos en Carhué. “Yo vi desde el primer chorro de agua que entró en Epecuén hasta que la villa quedó bajo agua. Ya me agarró frío recordando. Nosotros ya sabíamos que eso iba a reventar pero no podíamos divulgarlo. Ya teníamos previsto de dónde sacar gente y dónde poner las cosas. Fue así que ese día hubo que solo levantar el teléfono para que al menos siete cuarteles estuvieran aquí. Evacuar Epecuén llevó quince días pero después hubo que trabajar otros quince días en el cementerio rescatando los cadáveres que salían flotando de las nicheras. Fue una gran suerte que esto no sucedió durante la temporada turística porque con los hoteles llenos no sé que hubiera pasado. Nosotros teníamos medido hasta dónde llegaba el agua del lago y era hasta La Cambacita en la calle principal, pero seguía lloviendo y la laguna seguía creciendo y ahí viene el problema de las encadenadas; hidráulica empezó a abrir y a abrir… Te digo más, la última compuerta para que pasara el agua y se inunde totalmente la abrí yo con otro bombero, pero esto fue después de que ya reventara todo y media villa esté inundada. El agua ya venía drenando desde las tres lagunas y buscaba su caudal natural. Lo malo es que no tenemos salida… toda el agua que acá entra hay que tomarla por más salada que sea”.
El caudal de agua siguió creciendo y subiendo dentro de las casas durante una semana. La evacuación fue inmediata y duró dos semanas. La mudanza de todo un pueblo devastado se realizó en camiones, tractores y tren hasta Carhué, donde se estableció la mayoría de las personas.
Marta Bounjour, dueña de un lavadero en Epecuén, recuerda su odisea: “no sabés lo que sufrimos la noche que salimos. Nos quedamos diez días porque mi casa estaba muy arriba, teníamos seis metros de diferencia con el nivel de la laguna. Para sacar las cosas pusieron un tren, pero me contaron que no cuidaban nada en el tren, entonces cuando los bomberos nos quisieron sacar yo les dije que no, que me sacaban muerta de ahí. Yo quería esperar a un camión para cargar bien las cosas, lo poco que tenía lo quería cuidar, entonces había un muchacho que tenía camión que se ofreció a ayudarme apenas el camino mejorara”.
Gustavo Fasulo era todavía un niño en ese entonces, pero recuerda aquel momento desesperante en que el agua llegaba a su casa y debían irse: “Era como un pueblo en guerra. El lunes se dio feriado porque había que evacuar Epecuén. Había camiones y tractores… madres desesperadas y llorando… fue como una guerra. Nosotros tuvimos la suerte de tener nuestras cosas en uno de los primeros vagones, pero después llegaba el tren con todo a la estación de Carhué y no sabíamos dónde poner las cosas ni a dónde ir. Amigos nuestros desocuparon su taller para poner nuestras pertenencias. La gente de Carhué nos ayudó. Familias que no tenían dónde ir iban a dormir a las escuelas”.
Se estima que entre un 70 y 80 % de la gente que vivía en Epecuén se fue a empezar una vida nueva a su pueblo vecino, Carhué, ubicado a solo siete kilómetros de la villa.
Para algunos la rivalidad entre los locales carhuenses y los “inundados” epecuenses persiste hasta el día de hoy. Muchos dicen que la gente de Carhué tomaba mate mientras ellos se inundaban, pero otros tantos siguen agradecidos por la ayuda que los carhuenses les han brindado en el momento de la inundación.
Sergio Natale tenía solo doce años cuando se inundó su pueblo, y bloqueó todo recuerdo de esa trágica madrugada. Su obligada mudanza al pueblo vecino resultó bastante traumática: “Acá en Carhué no conocía a nadie. Fue un cambio durísimo y más aún cuando arrancás la secundaria. Nos llamaban los inundados”. Marta Sagasti vive actualmente en una de las quintas de Epecuén, a unos cientos de metros alejada de la antigua villa y la laguna. Admite que en Carhué jamás logró sentirse cómoda. “Antes los escuchabas decir ‘Uy, los de Epecuén se inundaron y ahora vamos a tener sirvientas baratas’, y entre que uno está mal… esas cosas te quedan y te duelen”.
Para el bombero Sottovia, Carhué y Epecuén eran lo mismo. Para tomar un helado o para ir a comer a una parrilla había que ir a Epecuén. Todos se conocían. “A mí se me caían las lágrimas… ver gente de ahí, gente mayor y tener que sacarla de sus hogares… No era solo mover unas sillas, entrabamos con un camión de Hacienda a un hotel y no alcanzaba para sacar mucho porque cada hotel tenía ciento y pico de plazas. Más que ayuda no le podías brindar a la gente de Epecuén”.
Lito Castro considera que si los 10.000 habitantes de Carhué hubiesen ayudado a los 1.000 habitantes inundados de Epecuén, la historia sería otra. Recuerda que cuando llegó a Carhué no podía alquilar una sola casa porque para lo que usualmente cobraban $ 40 el alquiler, a él por ser de Epecuén le pedían $ 90. “Por suerte el colectivero de las termas donde trabajaba me dijo que tenía una carnicería y que si me animaba a reformar la pieza del fondo abriendo ventanas y construyendo un baño y una cocina, podía vivir allí el tiempo que durara la construcción. El alquiler se lo pagaría con mi mano de obra. Tardé un mes trabajando solo, de 6 de la mañana a 10 de la noche. Iba a las 11 al comedor de la Municipalidad donde nos daban una comida por día a los de Epecuén. Una vez que terminé traje a mi familia de Buenos Aires. Y desde ahí, seguí trabajando como constructor hasta hace tres años”.
El agua se estabilizó por un tiempo, pero luego siguió lloviendo hasta que la villa desapareció por completo. Para 1986, el pueblo tenía cuatro metros de agua en sus calles, y llegó en 1993 a más de diez metros. Finalmente, en 2009 las aguas empezaron a retroceder y a bajar. Se estima que el agua tardará diez años en volver a su cauce natural. Hasta hace unos años se podía observar el estado de destrucción y desolación total en el que había quedado el lugar. Hoy, debido al retroceso parcial de sus aguas, la villa se ha convertido en un nuevo centro turístico. Algunos ex habitantes de la villa hubieran preferido que no sea declarada “sitio histórico provincial”: Rogelio Rodríguez habla acerca de las enseñanzas de su padre para salir adelante ante las adversidades de la vida. Pero luego de un silencio, parece finalmente confesar un sentimiento bien profundo y oculto: “A mí me gustaría que pase una topadora y no quede nada de Epecuén y que no vayan turistas a ver y tomar como un circo lo que nos pasó”. Por más que intente mirar para adelante y le cueste admitirlo, por dentro está igual de dolido que el resto. Esa herida mal cerrada parece haber revuelto viejos sentimientos al pedir días después que se registre en este relato la siguiente frase: “los desastres desnudan miserias humanas y algunos minihéroes, gente que arriesga su capital para ayudarte”.
Contrariamente, hay vecinos que bregan por la correcta preservación de las ruinas de Epecuén. Viviana Castro es una de ellas, y expresa su felicidad al ver que ya nadie va a poder entrar a pintar grafitis en los escombros de su casa. “Me emocioné cuando cerraron toda la villa con alambre para evitar que la gente entrara en auto y siga rompiendo, por fin estaban reconociendo que eso era un lugar que preservar… porque es mi casa”. Además de trabajar en la Dirección de Cultura, Viviana es guardafauna en turismo y seguridad turística en la actual playa ecosustentable de lugar. “Yo creo que mi misión en la vida es cuidar el lago Epecuén, cuidar la vida que hay en el lago y defenderla”. En 2009, cuando las aguas empezaron a bajar un poco, comenzó a visitar las ruinas que emergían por primera vez desde la inundación. “Yo no me subía a la lancha porque no me gustaba ir a ver las ruinas, sino que lo hacía mi esposo Juan y paseaba con la lancha por entre las casas y calles de Epecuén. Ahí es cuando Juan encuentra navegando los nidos de los flamencos. Sabíamos que se los estaban robando y empezamos a buscar la forma para poder preservarlos. Algo tan natural para nosotros como son los flamencos… teníamos que cuidarlos”. Viviana y Juan bregan por el turismo ecosustentable, por los pelícanos y los caldenes, que son tan importantes para ellos como el lago.
Hubo mucha gente que vio crecer y morir Villa Epecuén. Muchos intentan atesorar sus recuerdos guardando objetos de aquel lugar o visitando sus ruinas cada tanto; algunos prefieren no hablar, y otros quieren que el mundo sepa acerca de su paraíso perdido. Marta Bonjour es una de esas personas. Sufrió la inundación el día de su cumpleaños número cuarenta y cuatro y ahora está escribiendo un libro. “Justo leí en un libro que el pueblo que no tiene memoria no tiene futuro. Es por eso que si no recordamos a Epecuén no va tener futuro. Todos los libros que han escrito son sobre las aguas y he leído libros que cuentan la historia de Epecuén como si no hubiera sido nada y Epecuén fue muy grande. Eso me duele. Vivir en Epecuén era vivir en el paraíso. Yo nací un 10 de noviembre y una parte mía quedó en Epecuén aquel 10 de noviembre de 1985. Yo quiero escribir lo que nadie cuenta de Epecuén”, dice, y empieza a leer un pequeño fragmento de lo ya escrito: “¿Qué pasa con los pueblos enteros que desaparecieron de la geografía de la historia? Solo la memoria los rescata”.
Otra vecina, Marta Sagasti, asegura que Epecuén no desapareció para ella, sino que está latente como una persona que muere pero a la que uno siente presente. Hace tiempo que evita pasar cerca de la ruinas porque le provoca mucha tristeza. “De tanto que era, no quedó nada, quedó el silencio, ese silencio que uno lleva dentro. El otro día fuimos a los escombros y veía la carnicería en la que trabajaba, mi casa… y te afecta acá en el corazón, uno dice que no pero te toca el corazón. Van treinta años de duelo. Después de la inundación a mi marido le agarró un infarto. Mucha gente murió después de la inundación, murió de tristeza. Hay gente que no se recupera de cosas así”.
Viviana Castro asegura haber pasado los mejores años de su vida en aquel pueblo, toda su infancia, su adolescencia y parte de su juventud. “No solo perdimos la casa, porque lo material va y viene, pero perdimos también nuestra esencia como personas, como formación… yo digo que perdimos nuestras raíces, lo cotidiano, nuestra familia en realidad, porque nosotros éramos como una gran familia de 1.500 habitantes que nos conocíamos todos. Yo creo que si me pasa lo que le pasó a mi papá, que lo sacaron de su lugar siendo más grande, me podría llegar a morir de tristeza.” Su padre Lito asegura que el cambio no fue nada fácil: “Me encontré con que me cambió la vida porque yo estaba acostumbrado a una cosa, y es como barajar y dar de nuevo las cartas. Yo soy de Epecuén y me voy a morir siendo de Epecuén. Me sigue afectando lo que pasó, vivo todavía con eso. Fue una pérdida muy grande. Sentí una gran pena, se me vino el mundo abajo… son cosas imposibles de narrar… parte mía murió con Epecuén”.
No muy lejos de la villa, se ubica el Matadero municipal, una de las famosas obras del arquitecto italiano Francisco Salomone inspirada en el modernismo y en el art decó. Su estructura resistió, pero el agua subió casi un metro en su interior y también debió ser abandonado. Angélica y Adolfo Fasulo vivieron allí 34 años. Se mudaron allí recién casados porque Adolfo estaba a cargo del matadero. Durante la época militar, el frigorífico se privatizó, y Adolfo se jubiló a sus 59 años y se mudó a una casita que cinco años más tarde quedó hecha una isla rodeada de agua. Algo emocionada, Angélica relata: “Dejar el matadero para mí fue terrible. Pasé muchos años de mi vida ahí. Dejé mi juventud ahí para pasar a la vejez. Yo sentí que el matadero fue más mi hogar que la casa a la que nos mudamos en el 80, cuando Adolfo se jubiló. Nunca más quise volver a pasar por ahí. Después de treinta años entré. Cuando empezó a caer la tarde me entró una soledad y empecé a recordar la vida que allí llevaba… sufrí mucho esa tarde. He pasado por ahí pero ya no volví a entrar”. Su lucha por rearmar su vida en Carhué tampoco fue fácil. “Al principio estuvimos de prestado en la casa de una sobrina. Alquilamos dos años en otro barrio hasta que nos dieron esta casa en el Barrio Zurita. Son casas de emergencia. Nos dieron las paredes nomás. No tenía piso, ni puertas ni nada y con los años la fuimos haciendo.”
“Pueblo chico, infierno grande”; así lo debe sentir Pablo Novak, de quien muchos desacreditan su pertenencia a Epecuén. Dicen que usurpó terrenos y que es un intruso.
No se termina de entender si son celos o envidia de este anciano tan pintoresco, que logró hacerse famoso en un video de la marca Red Bull, donde aparece como el único habitante de Villa Epecuén. Lo cierto es que los medios y los turistas hoy lo buscan para fotografiar y entrevistar. Él insiste en que algunos le quieren robar su infancia y asegura pertenecer a Epecuén y también haber sufrido la pérdida de la villa al igual que el resto. “Ya me acostumbré a que digan que no soy de acá. Si fuera más joven los pelearía, pero ahora ya no. Yo soy hijo del fundador. A mí me bautizaron en Epecuén. Acá no había nada cuando yo nací. Yo vi nacer y morir a esta villa. Siempre viví en estas quintas. Antes estaba medio amargado por la pérdida… la inundación me descapitalizó, yo tenía 106 hectáreas de campo, un horno, un tanque de agua… vendí todo. Durante quince años anduve en una casilla con ruedas y cuando me encajaba la sacaba con mi tractor… y ahí me hice sociable con la gente porque los sacaba cuando ellos se encajaban, y conversaba acerca de las ruinas de Epecuén que venían a visitar”.
Lo cierto es que esta tragedia afectó a todos: epecuenses, carhuenses, argentinos en general. Tal es así que Carhué finalmente logró, diez años después, que el entonces gobernador Duhalde instalara bombas de desagote para evitar otro desborde de la laguna y una nueva tragedia en su pueblo. Lamentablemente, la historia de Villa Epecuén es una más en la que la soberbia del hombre sobre la naturaleza, sumada a la corrupción y los malos manejos de fondos públicos, trae consigo resultados catastróficos. En los últimos quince años, la laguna ha comenzado a devolver el pueblo a su gente. No lo devuelve entero sino en pedazos: pequeños recuerdos y memorias visibles en los escombros, paredes y restos de artefactos que fueron arrasados por el agua invencible. Hoy Villa Epecuén se encuentra en su lugar nuevamente, y aunque nos cueste reconocer su cara, está ahí para recordarnos nuestra pequeñez ante la naturaleza y para enseñarnos que por más peleas y entredichos, los pueblos vecinos deben permanecer unidos ante las tragedias. Como los relatos personales lo demuestran, no hubo fatalidades el 10 de noviembre de 1985, pero sí se han destrozado corazones, sueños, recuerdos e historias de muchos de nuestros queridos argentinos.